Esta semana, en tu casa, te encargaron hacer la compra en el súper. La lista incluyó un kilo de carne de res, otro de pollo, más uno de pescado tilapia. También te pidieron un kilo de queso y la misma medida de café, huevos, arroz, tomates, papas y naranjas. La compra la completaste con un litro de aceite de girasol. En total, la dieta de tu familia implicó la producción aproximada de 172,4 kilos de CO2 equivalente. Incluyendo desde las emisiones del uso de la tierra para cultivar los alimentos o cuidar los animales hasta las del procesamiento, transporte y la colocación del producto en el supermercado, entre otras.
El número de este caso hipotético no suena exorbitante hasta que lo multiplicas por las 52 semanas del año y luego por la cantidad de hogares que hay en Costa Rica, 1.6 millones, de cuatro miembros en promedio. Así llegarás a la cifra de 14,3 millones de toneladas métricas anuales, solamente para una dieta similar a la descrita, que puede variar significativamente entre un hogar y otro dependiendo de la cantidad de personas en cada casa, su poder adquisitivo y sus gustos por cierto tipo de alimentos que, en la cadena de producción y consumo generan más o menos emisiones de gases de efecto invernadero por kilogramo de producto.
El problema se vuelve más significativo cuando lo escalamos globalmente. En el mundo se ha estimado que la huella de carbono en el sistema de alimentación representa 16.000 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono por año. Es decir, en promedio, cada habitante del planeta generaría casi 2,3 toneladas por lo que come. Pero todos sabemos que hay disparidades entre países más desarrollados y los menos.
Por estas razones es que la dieta que elegimos y cuántos alimentos aprovechamos o desperdiciamos es crucial para tratar de mantener el calentamiento global en raya y que el planeta no rebase un aumento de la temperatura de 1,5 grados.