La posverdad y los hechos alternativos

La emoción se impone a la razón.

El uso de esa frase cacofónica no es gratuito. El propósito es que suene tan mal al oído del lector como esa afirmación de que, hoy en día, para influir en la opinión pública, los hechos objetivos han perdido peso frente a la emoción.

En noviembre, una caricatura de la revista The New Yorker lo evidenciaba: los puntos en este concurso no son para quien da la respuesta correcta -la más apegada a la verdad- sino para quien impone, grita su respuesta incorrecta en la cara de los demás.

“I’m sorry, Jeannie, your answer was correct, but Kevin shouted his incorrect answer over yours, so he gets the points.”/ Lo siento, Jeannie, tu respuesta es correcta, pero Kevin gritó su respuesta incorrecta sobre la tuya, así que él obtiene los puntos.

Esa es, en síntesis, la definición de la posverdad Un signo de nuestros tiempos. Una forma elegante de justificar la mentira. La palabra del año 2016 del diccionario Oxford.

Los hechos están subordinados a las creencias personales, las que esparcidas con la intensidad y carga emocional adecuadas por cualquier medio -pero en particular en Internet y sus redes sociales-, se convierten en la “verdad”.

Aquella que deja de ser suposición para ser realidad cuando se solidifica por la multiplicación de shares y likes de quienes comulgan con similares ideas, porque “quienes piensan como yo, somos mayoría, tenemos la razón”.

Son los hechos alternativos otra forma elegante de llamar a la mentira.

La verdad puede mutarse a conveniencia, en detrimento de cualquier evidencia científica. Si a la ciencia la sustenta un método, fundado en la lógica y la razón, a los hechos opcionales los cimientan las sensaciones, las percepciones, las preferencias personales y, claramente, la conveniencia.

Por eso, el domingo 22 de enero, Kellyanne Conway, asesora del presidente estadounidense Donald Trump, salió en defensa de la necesidad, del recién instaurado Gobierno, de poner “hechos alternativos” ante la opinión pública.

Lo hizo luego de que se cuestionaran las cifras que Sean Spicer, vocero oficial de Trump, quien dijo que la asistencia a la toma de posesión de su jefe fue la mayor que se haya presenciado jamás.

«Él lo que hizo fue presentar hechos alternativos. No hay manera de contar las personas dentro de una multitud con exactitud», dijo Conway.

¿Qué importa la precisión de las cifras, de los datos, de los hechos? La esencia fáctica de cualquier asunto público, por delicado que sea, se podría recomponer en beneficio de los intereses que la administración Trump quiera validar como verdad.

«Si estás dispuesto a mentir sobre algo así de minúsculo, ¿por qué alguien debería creer lo que digas sobre algo grande e importante?», preguntaba la revista The Atlantic.

Una vez más, se impone el argumento de quien levanta más la voz, de quien emplea las mejores palabras altisonantes de su personalísimo diccionario de verdades paralelas.

La verdad es relativa, susceptible disolverse. La emoción socaba la solidez de los hechos que conforman la verdad. La confusión domina y en el reino de los ciegos, el tuerto es el rey de la emoción.

Algoritmos

Los hechos alternativos también son validados por los algoritmos que dominan nuestras vidas en las redes sociales.

El Centro de Investigaciones Pew reveló, en mayo anterior, que seis de cada 10 estadounidenses obtienen sus noticias por esos medios.

Así, en la información consumida por medio de Facebook, por ejemplo, influye su algoritmo. Esa forma de organizar los contenidos que da ventaja a unos sobre otros.

Facebook nos construye una realidad muy propia, basada en las noticias y opiniones de amigos con los que somos afines, alejándonos de la posibilidad de contrastar esa “realidad” con otras y animándonos a validar nuestros puntos de vista, por más equivocados que sean.

Eso nos crea una “disonancia cognitiva”, como recientemente la calificó mi colega Michelle Soto en una conversación que tuvimos sobre el tema.

La situación expone más a la gente a la difusión de noticias falsas porque, inmediatamente, esas informaciones se alían a un componente emocional: “si esta persona -mi amigo, quien comparte opiniones similares a las mías- dice que esta botella azul es negra es porque debe ser cierto”.

En ese sentido, hasta inicios de noviembre del año pasado, ¿cuántos habríamos dado por cierto lo dicho en esta imagen que circuló por redes sociales?

La frase, atribuida a Trump, decía que, si se postulaba a la presidencia, lo haría por el partido Republicano, por ser los votantes más tontos del país.

Al menos yo la vi reiteradas veces en el timeline de mi perfil de Facebook. Fue compartida por contactos que gozan de mi credibilidad y aunque validaba una posición personal, una emoción desfavorable hacia Trump y sus propuestas, la afirmación era falsa, como lo probaron varias verificaciones realizadas en  medios de EE. UU.

Esa es una de las formas en que se diseminan las noticias falsas, cuando contienen algún elemento que parece ser real o que contiene algo de realidad.

Por ese motivo, las noticias falsas, la posverdad y los hechos alternativos nos obligan a la introspección constante, a la verificación de los pensamientos e ideas sobre las que construimos la realidad individual y colectiva.

Esa disciplina de comprobar la veracidad de algo es un antídoto para prevenir la propagación de un conocimiento errado, plagado de muros y prejuicios. Piedra angular del ser humano es y será utilizar la razón para juzgar y conocer.

 

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