Cuando al filo del 2020, el planeta estaba a la expectativa de las vacunas para combatir la epidemia de COVID-19, el trabajo tesonero de una mujer científica, literalmente, salvó a la humanidad. Katalin Karikó, bioquímica húngara, es la madre de las vacunas basadas en la molécula del ARNm que se han aplicado millones de personas en el mundo. Sin embargo, su vital descubrimiento estuvo en suspenso en la década de 1990, porque casi nadie creía en ella.
Karikó ha contado, en múltiples ocasiones, que constantemente le cerraban puertas para avanzar en su investigación. “Todo el mundo pensaba que era una locura, que no funcionaría. Si no me hubieran enseñado la puerta tantas veces, hoy no existirían las vacunas de Pfizer y Moderna”, ha dicho la bioquímica, quien también tuvo que lidiar con salarios de hambre y discriminación por ser mujer en la comunidad científica.
La historia de Karikó está lejos de ser anécdota o un caso aislado. Distintos informes de la Organización de Naciones Unidas han documentado cómo a las mujeres que quieren hacer carrera en la ciencia se les cuestiona más que a los hombres y se les resta credibilidad. También son objeto de prejuicios en los procesos de contratación, ascensos y compensación.
Estos arraigados comportamientos han hecho que la ciencia del mundo no esté bien equilibrada, pues su producción de conocimiento y soluciones sigue careciendo del aporte fundamental de miles de mujeres que han sido excluidas por prejuicios de género.
En el mundo, menos de una tercera parte de los países han conseguido la paridad de género necesaria para que las mujeres se desempeñen como investigadoras en distintos ámbitos de la ciencia. Entre 123 naciones, solo 36 han roto las barreras para que las mujeres representen entre el 45% y el 55% del total de las personas investigadoras, según un análisis de La Data Cuenta con datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).