Son las 2 de la tarde, mi primera clase en la escuela está por terminar. Juego con plastilina. Hago dos figuras. Una roja, deforme, con los brazos gigantes como las dos aspas locas de un poema de Neruda que leeré en la adolescencia. La otra frágil, verde como el laurel y con pequeñas ondas en cada borde de sus hojas. Eso lo aprenderé de Rilke.
Mi maestra sale del aula. Alguien la llama y en mi juego yo no invento, presiento lo que pronto ya sabré. El cuchillo está tirado en la sala de la casa. Sus aspas filosas te han quitado el maquillaje bonito que te hiciste para mí esta mañana, cuando me llevaste de tu mano al aula por primera vez. Desde tu ojo derecho a tu boca hay sangre, lágrimas y ese hueco inmenso de pavor en las entrañas que comparto contigo cuando papá está en la casa.
Él se lanza sobre tu estómago, te golpea más. Te quiere dar esa lección para que no seas más coqueta, para que aprendas quien es el que manda. Las aspas locas se echan sobre tu cuello del laurel. ¡Te asustas mucho! Silencio. Mucho silencio en nuestra casa. Tu no gritas. Es inútil, nadie te va a escuchar por que los vecinos son sordos cuando se trata de “pleitos de pareja”.
La maestra pone su mano sobre mi hombro. Me pide interrumpir mi juego mientras me limpio en mi uniforme la plastilina de las manos y quedan puntitos verdes del laurel por todas partes.
Me llevan a mi casa. Estoy frente a tu cama vacía y solo pienso en que, esta mañana, salté sobre ella ilusionada:
-Buenos días, mamá.
Es temprano, muy temprano. Me pides que vuelva a mi cuarto a dormir. Faltan tres horas para mi primer día estrenando uniforme celeste. Acerco mi oído a tu estómago. Te digo: “Mi hermanita está dormida”. Espero un rato y mi mano la siente moverse. Una patada. Imagino a mi hermana jugando al fútbol conmigo, no en esta casa, sino en la casa de mi abuela, a donde dices nos iremos pronto para huir de los celos y los golpes de él.
Camino por tu habitación. Ya no estás, pero huele tanto a ti. Las manos de la abuela, permanentemente frías, me jalan de un brazo, me sacan apresuradamente de ahí. En el suelo hay un lápiz de labios, unas sombras y una base de maquillaje.
-Píntate un poquito, mamá, para que me lleves a la escuela y te veas más linda hoy-, te pedí mientras tomábamos el café.
Te reíste, te miraste al espejo. Me abrazaste. Yo me sentía feliz, ajena a la desgracia de la que intentaré sobrevivir con todas mis fuerzas por el resto de mis días. Me diste la mano para salir de la casa a la escuela. Ninguna lloraba en ese instante como ahora lo hace la abuela al cerrar la puerta de este lugar donde tú y yo vivimos.
Yo llevo en la mochila mi ropa y tus últimos recuerdos recogidos a toda prisa. Ya no volveremos a esta casa. Abuela, es tarde, tengo miedo, consuélame ésta y todas las noches que faltan… El tiempo pasa.
Hoy empiezo el cuarto grado. A mi papá lo han sentenciado a 35 años de cárcel. A eso le llaman justicia, aunque a mí él me haya condenado a no conocer a mi hermana. A nunca más volver a ver a mi mamá.